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LA AUTOCURACIÓN DE LOS GRANDES DOLORES: LA INTEGRACIÓN NEUROEMOCIONAL MEDIANTE MOVIMIENTOS OCULARES (EMDR)

La cicatriz del dolor Extracto del capítulo 5 del libro de David Servan-Schreiber. Curación Emocional. Editorial Kairos

Tras un año de amor idílico, Pierre, el hombre con el que Sarah estaba segura que acabaría casándose, la había abandonado brutalmente. Ninguna nube ensombrecía su relación. Sus cuerpos parecían estar hechos el uno para el otro, y sus espíritus, vivos y curiosos (ambos eran abogados), estaban totalmente de acuerdo. A ella le gustaba todo en él, su olor, su voz, su sonrisa, que restallaba a todas horas. A Sarah incluso le gustaban sus futuros suegros. Su futuro juntos parecía estar trazado. Pero un día, Pierre llamó a su puerta con un naranjo entre los brazos envuelto en una gran cinta y una carta fría y dura en la mano, que llevaba escritas las palabras que él no podía pro nunciar. Pierre había vuelto con su antigua compañera, católica practicante como él, con la que iba a casarse. Su decisión, decía la carta, era irrevocable Después de eso, Sarah no volvió a ser la misma. Ella, que siempre había sido sólida como una piedra, empezó a padecer ataques de ansiedad en cuanto se acordaba de lo que le había sucedido.

No pudo volver a sentarse nunca más junto a un árbol de interior, sobre todo cerca de un naranjo. El corazón le brincaba en el pecho cuando sostenía un sobre en el que aparecía escrito su nombre a mano. A veces, sin razón aparente, tenía «fogonazos»: veía pasar frente a sus ojos aquel horrible momento. Por la noche, solía soñar con Pierre, sobre todo con su despedida, y a veces se despertaba sobresaltada. No volvió a vestir de la misma manera, ni a andar igual, ni a sonreír de la misma manera. Y, durante mucho tiempo, fue incapaz de hablar de lo sucedido. Por vergüenza —¿cómo podía haberse equivocado tanto?—, y también porque el mínimo recuerdo le hacía llorar.

Daba la impresión de que incluso le resultaba imposible hallar las palabras para describir el episodio. Las pocas que le venían a la mente parecían desabridas y sin relación con la verdadera dimensión del suceso.

Como demuestra la historia de Sarah —y como todos sabemos más o menos directamente—, los sucesos más dolorosos dejan una marca profunda en nuestro cerebro. Un estudio del Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Harvard ha permitido incluso ver a qué se parece esta huella. En ese estudio se pedía a pacientes que hubieran sufrido un traumatismo emocional que escuchasen una descripción de lo que les había: sucedido y durante la cual se registrarían las reacciones de su cerebro en un escáner por emisión de positrones (conocido como «PET scan»). Igual que Sarah, todas esas personas sufrían lo que los psiquiatras denominan «estado de estrés postraumático» (o EEPT). El escáner permitía visualizar las partes de su cerebro que se hallaban activadas o desactivadas durante esos minutos de terror revivido.

Los psiquiatras y psicoanalistas lo saben muy bien: las cicatrices dejadas en el cerebro por los accidentes más difíciles de la vida no se borran con facilidad. Hay veces en que los pacientes continúan mostrando síntomas decenas de años después del traumatismo inicial. Es algo corriente entre los antiguos combatientes, así como entre los supervivientes de los campos de concentración.

Pero también es cierto en lo relativo a traumatismos de la vida civil. Según un estudio reciente, la mayoría de las mujeres que sufren de un EEPT a raíz de una agresión (la violación es la más corriente, pero también el robo) continúan presentando los rigurosos criterios de este diagnóstico al cabo de diez años. Lo más intrigante es que la mayoría de esos pacientes saben perfectamente que no deberían sentirse tan mal. Son conscientes, claro está, de que la guerra finalizó, de que los campos de concentración no son más que una pesadilla del pasado, que la violación ya sólo es un recuerdo, aunque atroz. Saben que ya no corren peligro. Lo saben, pero no lo sienten.

Una huella imborrable Incluso sin haber padecido estos traumatismos «con T mayúscula» a los que se aplica el diagnóstico de EEPT, todos conocemos el fenómeno por haber vivido múltiples traumatismos «con t minúscula». ¿Quién no ha sido humillado por un profesor desabrido en la escuela elemental? ¿A quién no le ha abandonado una novia o un novio sin piedad? En otro orden de cosas, más sombrío, muchas mujeres han abortado involuntariamente, muchas personas han perdido su empleo de manera brutal, eso sin contar a las innumerables personas que les cuesta superar el divorcio o la muerte de un ser querido.

En esas situaciones uno piensa y repiensa; se escuchan los consejos de los amigos y de los padres; se leen artículos relacionados en la prensa, e incluso se compran libros sobre el tema.

Todo ello ayuda, a menudo mucho, a pensar en la situación, y se sabe perfectamente lo que debería sentirse ahora que la hemos dejado atrás. Y no obstante, se está como arrinconado: nuestras emociones van con retraso; continúan apegadas al pasado cuando ya ha pasado el tiempo suficiente como para que nuestra visión racional de la situación haya evolucionado. El hombre que ha sufrido un accidente de coche continúa sintiéndose incómodo y tenso cuando circula por la autopista, aunque sepa que hace años que pasa por allí para ir a casa sin que le haya pasado nada.

La mujer que ha sido violada continúa sintiéndose bloqueada cuando se encuentra en el lecho con el hombre que ama, aunque el afecto que le tiene y su deseo de intimidad física no alberguen duda alguna en su espíritu. Pero todo sucede como si las partes del cerebro cognitivo que contienen todo el saber apropiado no llegasen a entrar en contacto con las zonas del cerebro emocional marcadas por el traumatismo, que continúan evocando las emociones dolorosas.

De hecho, las cicatrices emocionales del cerebro límbico parecen estar dispuestas a manifestarse siempre que flaquea la vigilancia de nuestro cerebro cognitivo y su capacidad de control, aunque sea temporalmente. El alcohol, por ejemplo, impide que el córtex anterior funcione con normalidad. Por esa razón nos sentimos «desinhibidos» en cuanto bebemos un poco de más. Pero precisamente por esta misma razón, cuando hemos sido lastimados o traumatizados por la vida, nos arriesgamos, bajo el efecto del alcohol, a interpretar una situación benigna como si se nos agrediese una vez más y a reaccionar de manera violenta. Es una situación que también puede producirse cuando nos hallamos cansados o demasiado distraídos por otras preocupaciones como para mantener el control sobre el miedo impreso en nuestro cerebro límbico.

Los movimientos oculares durante los sueños Los psiquiatras conocen muy bien este aspecto del EEPT. Saben que existe una desconexión entre los conocimientos apropiados del presente y las emociones inapropiadas, residuo del traumatismo pasado. Saben que eso es lo que dificulta el tratamiento de ese síndrome. Su experiencia les ha enseñado que no basta simplemente con hablar para establecer una conexión entre las viejas emociones y una perspectiva más anclada en el presente.

También saben que el simple hecho de explicar el traumatismo una y otra vez no hace sino agravar los síntomas. Y finalmente, también saben que los medicamentos tampoco son muy eficaces. A principios de la década de 1990, un estudio del conjunto de tratamientos existentes para el EEPT publicado por el prestigioso Journal of the American Medical Association —sin duda la revista médica más leída del mundo—, llegaba a la conclusión de que no existía un tratamiento verdaderamente eficaz para dicho síndrome, sino sólo intervenciones con beneficios limitados. Frente a pacientes como Pauline, yo era muy consciente de ello. Al igual que todos mis colegas psiquiatras o psicoanalistas, yo también luchaba desde hacía años por ayudar a personas como ella, obteniendo resultados a menudo insatisfactorios. Hasta el día en que asistí a la proyección de un vídeo asombroso.

Se produjo en un congreso médico. Francine Shapiro, una psicóloga californiana, realizaba una presentación del EMDR (en inglés: Eye Movement Desensitization and Reprocessing, es decir, movimientos oculares de desensibilización y reprocesamiento), un método de tratamiento que había puesto a pun to, y a propósito del cual el estamento médico estaba dividido desde hacía tiempo. Ya había oído hablar del método EMDR y me sentía muy escéptico al respecto. La idea de que podían resolverse traumatismos emocionales moviendo de manera rítmica los ojos me parecía absolutamente disparatada. Y no obstante, uno de los casos presentados en vídeo por la doctora Shapiro me llamó la atención.

Maggie, una mujer de unos 60 años, se había enterado por su médico de que padecía un cáncer grave, que no le quedaban más de seis meses de vida y que debía prepararse para morir sufriendo mucho. Henry, su marido desde hacía veintisiete años, era viudo de un primer matrimonio, y su primera esposa había muerto de cáncer. Cuando Maggie le anunció el diagnóstico, la angustia de Henry fue tal que dijo que no podría volver a pasar por ello, y la abandonó al cabo de una semana. Tras la sorpresa inicial, Maggie se hundió en una profunda depresión. Compró un revólver con la intención de matarse. Puestos al corriente, unos amigos comunes fueron a ver a Henry, convenciéndole para que regresase a casa. Pero Maggie había quedado tan profundamente traumatizada que no dormía, y siempre soñaba la misma pesadilla, en la que Henry la dejaba; no soportaba separarse de él, ni siquiera cuando él salía a hacer la compra. Su vida se tomó imposible, y le exasperaba que sus últimos meses tuvieran que ser así. A través de los periódicos se había enterado de que existía un programa experimental de tratamiento de traumatismos y se había inscrito para participar en uno de los primeros estudios controlados del método EMDR.

Tras haber evocado el escenario de su caso, Francine Shapiro proyectó un vídeo de la primera sesión del tratamiento de Maggie.

Al principio de la sesión, Maggie ni siquiera podía recordar la imagen de Henry alejándose el día de su marcha. Cuando el terapeuta le pidió que evocase el recuerdo se halló inmediatamente asfixiada por el miedo. A continuación, y a base de mu chos ánimos, consiguió dejar que le inundasen la memoria las imágenes más dolorosas de la marcha de Henry. El terapeuta le pidió entonces que siguiese su mano, que se desplazaba de izquierda a derecha por delante de sus ojos para inducir movimientos oculares rápidos comparables a los que se producen espontáneamente durante los sueños (en la fase del sueño denominada REM sleep en inglés, «movimiento rápido del ojo durante el sueño»). El recuerdo parecía estar grabado en el conjunto del cuerpo, y por ello le requería un esfuerzo enorme: además del miedo que revivía, su corazón latía demasiado fuerte y demasiado rápido, y no cesaba de decir que le dolía todo. A continuación, apenas unos pocos minutos después de otra serie de movimientos oculares, su rostro se transfiguró de repente. En sus labios apareció una expresión de sorpresa y declaró: «¡Desapareció! Es como un tren… Se mira algo desde la ventana que está totalmente allí, delante, y entonces, de repente, desapareció.

Está en el pasado y hay otra cosa que lo substituye y que es lo que ahora se mira. Se trate de belleza o de dolor, está en el pasado… ¿Cómo me he podido dejar afectar por eso durante tanto tiempo?». Cambió toda su actitud corporal. Se mantenía derecha, aunque pareciese todavía un poco desconcertada. Con la siguiente serie de movimientos de los ojos, empezó a sonreír. Cuando el terapeuta interrumpió los movimientos y le pidió que explicase lo que le había pasado por la mente, ella respondió: «Tengo algo divertido que contarle… Me he visto en la escalinata de casa, y Henry se alejaba por la calle, y yo pensaba: «Si él no puede plantar cara a la situación, es su problema, no el mío», y entonces empecé a mover la mano mientras decía: «Adiós, adiós, Henry, adiós…»».

Tras otras series de movimientos oculares, siempre muy breves, de una duración inferior a treinta segundos o un minuto, Maggie se deslizó espontáneamente hacia la escena de su lecho de muerte. Sus amigos la rodeaban, y ella se sentía segura al comprobar que no estaba sola. Una serie de movimientos oculares más y, en lugar del miedo que la dominaba al principio de la sesión, ahora en su rostro se leía una gran determinación. Se dio una palmada en el brazo y dijo: «¿Sabéis qué? ¡Me moriré con dignidad! Nadie me lo impedirá». Todo aquello había durado puede que quince minutos, y el terapeuta no había llegado a pronunciar ni diez frases.

Un mecanismo de autocuración en el cerebro

La idea de partida del EMDR es precisamente que en cada uno de nosotros existe un mecanismo de digestión de los traumatismos emocionales. Los médicos de EMDR denominan «sistema adaptativo de tratamiento de información» a este mecanismo. El concepto es bastante simple: igual que con mi accidente de ciclomotor, todos experimentamos traumatismos «con t minúscula» a lo largo de la vida. No obstante, por lo general, no desarrollamos síndrome postraumático.

De la misma manera que el sistema digestivo absorbe de los alimentos lo que es útil y necesario para el organismo, y rechaza el resto, el sistema nervioso extrae la información útil —la lección— y en pocos días se desembaraza de las emociones, los pensamientos y la activación fisiológica que dejan de ser necesarios una vez que el acontecimiento ha pasado.» Freud, claro está, ya habló de ese mecanismo psicológico. Lo describió como el «trabajo de duelo» en su artículo clásico «Duelo y melancolía». Tras la pérdida de un ser querido, de algo a lo que nos sentimos muy apegados, o incluso a consecuencia de un suceso que pone en cuestión nuestra sensación de seguridad en un mundo que creíamos conocer, nuestro sistema nervioso queda temporalmente desorganizado. Sus referencias habituales no funcionan. Hace falta cierto tiempo para recuperar el equilibrio, lo que los fisiólogos denominan «homeostasis». Por lo general, el organismo sale reforzado. Habrá crecido al pasar la prueba y dispondrá de nuevos recursos.

Es más flexible, y está mejor adaptado a las situaciones a las que debe hacer frente. Algunos autores, como Boris Cyrulnik en Francia, han demostrado cómo la adversidad también suele conducir a lo que él ha denominado la «elasticidad». A cada época le corresponde su metáfora. Freud, que escribió en la época de la revolución industrial, llamó a este proceso el «trabajo» del duelo.

El método EMDR ha nacido en la zona de San Francisco, alrededor de la escuela de Palo Alto, en la época de la revolución informática y de la neurociencia. ¿Qué tiene, pues, de sorprendente que la nueva teoría hable de este mismo mecanismo de digestión del cerebro como de un «sistema adaptativo de tratamiento de información»? No obstante, en ciertas circunstancias, este sistema puede desbordarse. Si el traumatismo es demasiado fuerte, por ejemplo, a consecuencia de torturas, una violación, o de la pérdida de un hijo (entre mis pacientes, la pérdida de un hijo, o incluso simplemente la enfermedad grave de un hijo, parece ser una de las experiencias más dolorosas de la vida). Pero también puede suceder con acontecimientos bastante menos graves, sólo porque somos especialmente vulnerables en el momento en que se producen, sobre todo si se es niño –y por tanto, incapaz de protegerse–, o se halla uno en una situación de fragilidad.

Anne, por ejemplo, enfermera, vino a la consulta a causa de síntomas depresivos crónicos y de una terrible imagen de sí misma. Se encontraba gorda y fea –«repugnante» decía ellamientras que objetivamente era una mujer más bien bonita, y su peso correspondía a la media. Como era de carácter alegre y comunicativo, su imagen de sí misma estaba claramente deformada. Al escucharla comprendí que esta imagen se había anclado en ella durante los últimos meses de su embarazo, hacía ya tres años. Recordaba perfectamente el día en que su cónyuge, al que reprochaba que nunca pasaba tiempo con ella, acabó por decirle: «Pareces una ballena. ¡Eres la cosa más repugnante que nunca he visto!». En otras circunstancias, incluso lastimada, se hubiera defendido, puede que incluso hubiese respondido que él no era precisamente Paul Newman. Pero el embarazo había sido difícil, y había tenido que dejar de trabajar, y no estaba segura de poder recuperar su trabajo. Había perdido la confianza y estaba aterrorizada ante la idea de que Jack pudiera dejarla antes del nacimiento del niño, como había hecho su padre con su madre. Se sentía vulnerable e impotente. No hacía falta mucho más para que ese comentario envene nado tomase una dimensión traumatizante que nunca debiera haber tenido.

Tanto si se trata de la intensidad del traumatismo, o de la situación de fragilidad de la víctima, un suceso doloroso se convierte en «traumático» en el sentido propio del término. Según la teoría del EMDR, en lugar de ser digerida, la información concerniente al traumatismo permanece bloqueada en el sistema nervioso, grabada en su forma inicial. Las imágenes, pensamientos, sonidos, olores, emociones, sensaciones corporales, y las convicciones que se extraen sobre uno mismo («No puedo hacer nada, me van a abandonar»), se almacenan en un sistema de neuronas que cuenta con vida propia. Anclado en el cerebro emocional, desconectado del conocimiento racional, este sistema se convierte en un paquete de información no tratada y disfuncional que el menor recuerdo del traumatismo inicial puede reactivar.

Los recuerdos del cuerpo

La fuerza del método EMDR radica en que, en primer lugar, evoca el recuerdo traumático con todos sus distintos componentes – visual, emocional, cognitivo y físico (las sensaciones corporales) –, y después estimula el «sistema adaptativo de tratamiento de información», que hasta ese momento no había logrado digerir la huella disfuncional

Los movimientos oculares comparables a los que se producen espontáneamente dukrante el sueño, tienen como objeto aportar la ayuda necesaria al sistema natural de curación del cerebro, para que consiga lo que no pudo lograr sin ayuda exterior. A la manera de ciertos remedios naturales y plantas conocidos desde hace siglos, por su capacidad para activar mecanismos naturales de curación del cuerpo, tras un traumatismo físico – como el áloe vera para las quemaduras, o el gotu kola para las heridas abiertas –, los movimientos oculares de EMDR se supone que son un mecanismo natural, que acelera la curación tras un traumatismo psicológico.

Durante los movimientos oculares, los pacientes dan la impresión de realizar espontáneamente una «asociación libre», como recomendaba Freud, y de la que se sabe que resulta especialmente difícil «por encargo». De igual manera que ocurre en los sueños, los pacientes atraviesan una vasta red de recuerdos, ligados entre sí mediante distintos fragmentos. A menudo empiezan a acordarse de otras escenas relacionadas con el mismo acontecimiento traumático, bien porque sean de la misma naturaleza (por ejemplo, de otros episodios de humillación en público), o porque reclamen las mismas emociones (un mismo sentimiento de impotencia). Les suelen sobrevenir fuertes emociones que emergen con rapidez a la superficie, aunque hasta entonces permaneciesen ignoradas. Todo sucede como si los movimintos oculares – igual que en el transcurso del sueño – facilitasen un rápido acceso a todos los canales de asociación, conectados a un mismo recuerdo traumático determinado por el tratamiento. A medida que se activan dichos canales, pueden conectarse a los sistemas cognitivos que, a su vez, contienen la información anclada en el presente. Gracias a esta conexión, la perspectiva del adulto, que hoy ya no es ni impotente, ni está sometido a los peligros del pasado, acaba por hacer pie en el cerebro emocional. Entonces puede sustituirse la impresión neurológica del miedo o de la desesperación. Y cuando se la reemplaza, acaba siendo eliminada por completo, hasta tal punto que a menudo se observa emerger a otra persona.

Tras varios años de práctica, todavía me sorprenden los resultados del método EMDR de los que soy testigo. Y comprendo que mis colegas psiquiatras y psicoanalistas desconfíen, como me ocurrió a mí al principio, de un método a la vez tan nuevo y diferente. No obstante, ¿cómo negar la evidencia cuando se manifiesta tanto en mi consulta, como en los numerosos estudios publicados a lo largo de los últimos años? Sé de pocas cosas en medicina tan impresionantes como el EMDR en acción. Y de eso me gustaría hablar a continuación.

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